Tiempo
atrás, yo era vecino de un médico, cuyo "hobby" era plantar árboles
en el enorme patio de su casa. A veces observaba, desde mi ventana, su esfuerzo
por plantar árboles y más árboles, todos los días.
Lo
que más llamaba mi atención, entretanto, era el hecho de que él jamás regaba
los brotes que plantaba. Noté después de algún tiempo, que sus árboles estaban
demorando mucho en crecer.
Cierto
día, resolví entonces aproximarme al médico y le pregunté si él no tenía recelo
de que las plantas no creciesen, pues percibía que él nunca las regaba. Fue
cuando, con un aire orgulloso, él me describió su fantástica teoría.
Me
dijo que, si regase sus plantas, las raíces se acomodarían en la superficie y
quedarían siempre esperando por el agua fácil, que venía de encima. Como él no
las regaba, los árboles demorarían más para crecer, pero sus raíces tenderían a
migrar para lo más profundo, en busca del agua y de las varias nutrientes
encontradas en las capas más inferiores del suelo.
Así,
los árboles tendrían raíces profundas y serían más resistentes a las
intemperies. Y agregó que él frecuentemente daba unas palmadas en sus árboles,
con un diario doblado, y que hacía eso para que se mantuviesen siempre
despiertas y atentas. Esa fue la única conversación que tuvimos con mi vecino.
Tiempo
después fui a vivir a otro país, y nunca más volví a verlo.
Varios
años después, al retornar del exterior, fui a dar una mirada a mi antigua
residencia. Al aproximarme, noté un bosque que no había antes.
¡¡Mi
antiguo vecino, había realizado su sueño!!.
Lo
curioso es que aquel era un día de un viento muy fuerte y helado, en que los
árboles de la calle estaban arqueados, como si no estuviesen resistiendo al
rigor del invierno. Entretanto, al aproximarme al patio del médico, noté cómo
estaban sólidos sus árboles: prácticamente no se movían, resistiendo
estoicamente aquel fuerte viento.
Qué
efecto curioso, pensé...
Las
adversidades por las cuales aquellos árboles habían pasado, llevando palmaditas
y habiendo sido privados de agua, parecía que los había beneficiado de un modo
que el confort y el tratamiento más fácil jamás lo habrían conseguido.
Todas
las noches, antes de ir a acostarme, doy siempre una mirada a mis hijos.
Observo atentamente sus camas y veo cómo ellos han crecido.
Frecuentemente
rezo por ellos. En la mayoría de las veces, pido para que sus vidas sean fáciles,
para que no sufran las dificultades y agresiones de éste mundo... He pensado,
entretanto, que es hora de cambiar mis ruegos.
Ese
cambio tiene que ver con el hecho de que es inevitable que los vientos helados
y fuertes nos alcancen. Sé que ellos encontrarán innumerables dificultades y
que, por tanto, mis deseos de que las dificultades no ocurran, han sido muy
ingenuos. Siempre habrá una tempestad en algún momento de nuestras vidas,
porque, queramos o no, la vida no es muy fácil.
Al
contrario de lo que siempre he hecho, rezaré para que mis hijos crezcan con
raíces profundas, de tal forma que puedan retirar energía de las mejores
fuentes, de las más divinas, que se encuentran siempre en los lugares más
difíciles.
Pedimos
siempre tener facilidades, pero en verdad lo que necesitamos hacer es pedir para
desenvolver raíces fuertes y profundas, de tal modo que cuando las tempestades
lleguen y los vientos helados soplen, resistamos bravamente, en vez de que
seamos subyugados y barridos por el viento.
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